18 mayo 2015

La clase

Toca el timbre y él responde después de unos minutos. Llega siempre antes, como si ser impuntual fuera una manía al revés o un rasgo de carácter que escapa de ella misma.
El hombre desciende los tres pisos y antes de abrirle la puerta, la observa por la ventanita enrejada de la misma: está de espaldas, con jeans ajustados que redondean su silueta, una camiseta blanca, simple, una cartera pequeña colgada en el hombro como por arte del azar y el cabello semi atado en una cola.
‘’Llegas antes. Hola’’, dice el hombre al tiempo que se ajusta los lentes sobre la nariz. La chica ni siquiera se defiende, solo atina a encogerse de hombros y entrar. Él deja que suba primero, así admira las curvas de la muchacha, cómo sube despacio cada escalón, cómo balancea sensualmente las caderas y cómo se arregla el cabello cada tanto, sin prisas.
Al llegar al apartamento, la chica pasa directo a la sala, se sienta en los almohadones del piso y se quita los zapatos. El hombre perplejo le dice: ‘’Tendremos la clase en el estudio, como siempre’’. Ella, sin inmutarse, replica: ‘’Hace mucho calor, mejor aquí, que tenemos el ventanal. Corre al menos el viento’’ y se arrellana cómodamente. El hombre carraspea y no tiene más remedio que aceptar las delicadas órdenes, pero órdenes al fin.
Empieza la clase. Verbos, sujetos, predicados vuelan por la sala, se filtran por las rendijas acompañados de adjetivos en esa lengua extranjera. La chica repite, imita la pronunciación del profesor, hace su mejor esfuerzo, pero se pierde tanto en su mundo que se queda ratos viendo por la ventana, en vez de llenar la hoja de ejercicios que le entregó el profesor al inicio de la clase.
Él espera un tanto impaciente a que pase ese inesperado arrebato de distracción de la joven. ‘’Hagamos un break. Estás muy perdida hoy’’. ‘’Perdón, lo sé, estoy sin estar’’, confirma ella al tiempo que libera su cabello y mira fijamente al profesor. El hombre carraspea y respira hondo. ‘’Voy a subir a la terraza a fumarme un cigarrillo. Te puedes quedar aquí o puedes subir, si quieres’’, le dice, esperando que quiera hacer más lo segundo. ‘’¿Terraza? No sabía que tenías una’’. ‘’Sí, tengo y la decoré hace poco con plantas. Me gusta la jardinería’’. ‘’Qué bien’’. Y ambos suben.
La terraza, llena de sol y de plantas amables, deja ver el lado más cuidado de esa parte de la ciudad. ‘’Tienes buena vista’’, dice la muchacha y el viento agita su cabello sin prisa para acompañar la frase. Se apoya en la baranda. El hombre la imita al tiempo que enciende el cigarrillo. ‘’¿Fumas?’’ le pregunta, sin verla, para evitar encontrarla más linda, más deseable y más ajena. ‘’No, no. Tengo otros vicios, pero no ese precisamente’’ y sonríe pícaramente, como si acabara de revelar un terrible secreto.
El profesor sonríe a su vez, al tiempo que le da una pitada larga al cigarrillo. Ella lo observa. Está lo suficientemente cerca de él como para rozarlo con su brazo, cosa que hace delicadamente, como si fuera un plan no urdido de antemano. Él no se aparta. Ella se acerca aún más y entrelaza los dedos de su mano con los de él, que no se resisten a tan inesperada muestra de confianza de la joven. Después de un tiempo, esos mismos dedos, al ser liberados, ascienden perfectos y suaves por el brazo, antebrazo y hombro del profesor.

La última pitada del cigarrillo le da fuerzas para abrazarla y besarla. A pesar del calor, la chica amolda su cuerpo al de él lo mejor que puede y se entrega en ese beso, primero exploratorio, después apasionado. Cuando se separan y sin mediar palabra, abandonan la terraza y se encaminan hacia la sala. El festín de besos continúa con y sin prisas. Se recorren y se reconocen. Después de un largo abrazo, el profesor toma a la chica de la mano y la conduce hasta su habitación y cierra delicadamente la puerta.